El comedor de hachís – Vida y obra de Fitz Hugh Ludlow
Por J. C. Ruiz Franco
Libro sobre el comedor de hachís
Fitz Hugh Ludlow, un norteamericano que vivió a mediados del siglo XIX, simboliza las virtudes y los posibles peligros del cannabis. Un joven nacido en Nueva York de sólo diecisiete años se dedicó a comer, día tras día, durante un período de varios meses, grandes cantidades de hachís. El lector sabe bien que no es lo mismo fumar cannabis que ingerirlo; que por vía oral suele ser más potente y aumenta la posibilidad de efectos adversos. Además, no se trataba de ese hachís que se vende en la actualidad, normalmente procedente de Marruecos, que se elabora con plantas macho y plantas hembras, que lo que menos contiene es resina de cannabis y se suele cortar con goma arábiga, restos de otras plantas, cera, aceites, etc. Nada de eso: era una de las potentes presentaciones que existían en aquella época anterior a la prohibición de las sustancias psicoactivas.
Las cantidades que Ludlow ingería eran “heroicas”, afirmaban sus coetáneos y los comentaristas de su obra. Y con la ingestión continuada del extracto de la divina planta sucedió lo que tenía que suceder: un joven con un enorme talento literario vio disparada su imaginación, visitó países exóticos sin moverse de su ciudad, caminó por los más maravillosos paisajes sin levantar un pie y redactó hermosos escritos cargados de fantasía. Así transcurrieron algo más de dos años, con su preceptiva toma diaria de hachís durante varios meses seguidos. En cierto momento, ya preocupado por una dependencia que le resultaba imposible abandonar —no porque existiera adicción física, imposible con el cannabis, sino porque le dolía dejar su mundo de ficción y volver a contemplar la mediocre realidad—, y bajo los efectos de la droga decidió escribir primero un artículo y después un libro sobre el tema. Las obras estaban destinadas al público, a modo de confesión, para que los lectores evitaran caer en el mismo problema; pero también a sí mismo, para expresar sus vivencias, describir sus pautas de consumo y facilitar la tarea de dejar el hábito. De este modo legó a la posteridad El comedor de hachís, libro que escribió de un tirón, sin corregir casi nada de lo que salía de su pluma: un verdadero frenesí cannábico en todos los sentidos, tanto en el contenido como en la forma.
Resulta interesante que en el período de unos cuantos años coincidan los pioneros de la literatura cannábica. En 1839, William Brooke O’Shaugnessy publicó “On the Preparations of the Indian Hemp, or Gunjah”. En 1843, Francois Lallemand publicó, bajo el seudónimo de ‘Germanos’, su libro Le hachych, el primer texto que utiliza el hachís como argumento principal de una narración. El libro se hizo muy popular, el autor lo reimprimió varias veces, y en esas ocasiones sí lo hizo con su nombre. Théophile Gautier publicó el artículo “Le hashish” en 1843. El doctor Jacques-Joseph Moreau publicó Du Hachisch et de l’Alinéation Mentale: Études Psicologiques en 1845. Gautier publicó el artículo “Le Club des Hachichins” en 1846. En 1854, el viajero escritor Bayard Taylor publicó The Lands of the Saracen, donde se incluía el capítulo “The vision of hasheesh”; en 1856, mismo autor publicó anónimamente el artículo “The hasheesh eater”, que tanto influyó en Ludlow. A finales de ese mismo año Ludlow publicó el artículo “The apocalypse of hachis”, y en 1857 el libro The hasheesh eater. En el mismo año, el doctor John Bell publicó “On the Haschisch or Cannabis Indica”, y en 1860 Baudelaire publicó Los paraísos artificiales. La lista continúa durante los años siguientes, pero basta esto como muestra.
Dejémonos de digresiones históricas y vayamos con nuestro protagonista. Fitz Hugh Ludlow nació el 11 de septiembre de 1836 en Nueva York, segundo hijo de la pareja formada por Henry Ludlow y Abigail Welles (el primer hijo de la pareja murió a los pocos días de nacer). El padre, el reverendo Henry G. Ludlow (1797-1867), había estudiado Teología en la Universidad de Yale, era ministro de la iglesia presbiteriana, decidido partidario de la abolición de la esclavitud y miembro del Amistad Committee de Nueva York, entidad que ayudaba a los esclavos a conseguir la libertad. En aquella época era tan poco popular ser abolicionista en los Estados Unidos que, unos meses antes del nacimiento de nuestro protagonista, una multitud entró en la casa de su familia, expulsó a su padre y a su madre, y la destrozó por completo. Su posición convertía a Henry en blanco frecuente de los ataques de los esclavistas.
Además del altercado en su casa, una de las iglesias donde predicaba fue parcialmente destruida en 1834, durante una noche de furia antiabolicionista. Para nuestra historia es más importante saber que era también miembro de la American Temperance Society, una organización dedicada a difundir los principios de la abstinencia del alcohol, y en sus sermones criticaba el consumo de opio y bebidas alcohólicas.
La American Temperance Society fue fundada en Boston, en 1826, en medio de un ambiente puritano que propició un renovado interés por la religión y las buenas costumbres. En sólo doce años ya contaba con 8.000 organizaciones locales, más de un millón y medio de miembros y dieciocho publicaciones periódicas. Aunque al principio sólo preconizaba la moderación, después pasó a fomentar la abstinencia completa, y más tarde a presionar al gobierno para que tomara la decisión de prohibir el alcohol, medida que consideraban la receta mágica para acabar con la pobreza, el crimen y la violencia. De hecho, fue uno de los movimientos que influyeron en el establecimiento de la Ley Seca y el control de las drogas a partir de comienzos del siglo XX. Volviendo a la religión, Henry sintió la vocación del sacerdocio en la época del llamado Second Great Awakening (Segundo Gran Despertar), que dio lugar a numerosas nuevas sectas cristianas, entre ellas los adventistas y los mormones, creadas con el objetivo de remediar los males de la sociedad antes de la segunda llegada de Cristo. Hasta ese momento, el todavía joven Henry no había sido precisamente un cristiano ejemplar, pero su conversión fue especialmente intensa.
Esa misma conversión después de una vida disipada la había experimentado su padre, Daniel Gilbert Ludlow, abuelo de nuestro protagonista, quien en su juventud consumía grandes cantidades de licor y pecaba de otros excesos; y en cambio en su madurez fue considerado un excelente cristiano, además de uno de los pioneros del movimiento de abstinencia del alcohol, antes de la creación de la American Temperance Society. Como ya veremos, esta contradicción también estuvo presente en ciertos momentos en Fitz Hugh, muy influido por su padre desde la infancia. Varias anécdotas ilustran este punto: el joven arengaba a sus compañeros de escuela al estilo retórico de su padre, dirigiendo invectivas contra los partidarios de la esclavitud y los consumidores de licor (lo cual le valió más de una paliza, dicho sea de paso). En claro contraste con su deseo de pasar por predicador, la familia siempre contaba una pequeña historia para explicar su inclinación por las drogas: con dos años trepó a la mesa y comió una gran cantidad de pimienta cayena (pimienta roja o chile en polvo, muy picante) del recipiente espolvoreador.
Poco después de nacer Fitz Hugh, la familia se trasladó a Poughkeepsie, localidad del estado de Nueva York donde transcurrió la infancia de nuestro amigo. El padre le educó en casa y le enseñó los clásicos griegos y latinos en su lengua original. Se sabe poco de esta etapa de su vida, y lo que nos ha llegado es gracias a los comentarios de sus propias obras y a las cartas que se conservan de la familia. Era muy pequeño cuando comenzaron sus problemas médicos, que aparecerían de forma intermitente durante toda su vida. Su debilidad física y mala salud pronto le apartó de las actividades habituales en los niños y se refugió en los libros. Con doce años se le detectó una fuerte miopía y le pusieron gafas, lo cual le separó aún más de los otros chicos, que se reían de su apariencia. Ya en el colegio dio muestras de su gran talento para la literatura, y con once años escribía poemas que parecían compuestos por un adulto. Se le daban bien todas las asignaturas, excepto las matemáticas, por las que sentía cierta aversión. Antes de comenzar los estudios universitarios había leído los clásicos griegos y latinos conocidos en su lengua original, y era uno de los favoritos de los profesores por sus dotes artísticas.
La madre, Abigail Woolsey Wells, ejerció mucha menos influencia en el niño y murió cuando él tenía trece años a causa de una larga dolencia pulmonar, probablemente tuberculosis. Dave Gross, biógrafo de Ludlow, comenta que haber visto a su madre sufrir durante tanto tiempo pudo llevarle a obsesionarse con la condición mortal de la humanidad, tema frecuente en sus escritos.
El padre de Fitz Hugh volvió a casarse veinte meses después de la muerte de su esposa. Su nueva mujer se llamaba Marie Tappen, de treinta y tres años, veinte menos que Henry. El anuncio del enlace no fue del agrado del niño, y en este momento inició una etapa de comportamiento rebelde que le llevó a cambiar varias veces de colegio. Justo antes de la boda su conducta pareció normalizarse y publicó su primer poema, “Truth on his travels” (“La verdad en sus viajes”) en el College Hill Mercury, una revista estudiantil del colegio de Poughkeepsie, el 30 de diciembre de 1850. A partir de los catorce años, y hasta que comenzó sus estudios universitarios, estudió en el Seminario Burr, de Vermont.
En el año 1853 es cuando comienza de verdad nuestra historia. Con diecisiete años, poco antes de iniciar sus estudios superiores, impulsado por el interés que mostraba por la medicina —a la que se sentía inclinado por su carácter hipocondríaco—, se hizo amigo del boticario de su ciudad —un tal Mr. Anderson—, un acontecimiento que decidiría su destino. El enfermizo joven pronto probó casi todo lo que había en la rebotica, lo cual le permitió experimentar con una amplia variedad de sustancias. Él mismo escribió años después que su propósito era la investigación y no el placer, por lo cual no adquirió hábito alguno. Cuando había probado todas las drogas disponibles, abandonó sus ensayos. No obstante, una mañana de la primavera de 1854 entró en el establecimiento para hacer su visita diaria y pudo ver que Mr. Anderson había adquirido varias sustancias nuevas, entre ellas una etiquetada como Cannabis Indica, que el boticario describió como una preparación de una hierba de la India, indicada para casos de tétanos. El joven pudo observar un extracto de color marrón verdoso y olor aromático, y al intentar coger un poco su amigo se lo impidió diciéndole a gritos que era un veneno mortal. Pero Ludlow era ya un voraz lector, así que se dirigió a la biblioteca de la botica para consultar un libro recientemente publicado —Chemistry of Common Life, de James Johnston— y saber si era verdad lo que su amigo decía sobre esta droga desconocida para él.
El joven Fitz Hugh leyó con avidez la información que Johnston ofrecía sobre el cannabis en The Chemistry of Common Life, y así pudo saber que se trata de una planta elogiada y utilizada por muchos pueblos orientales debido a sus propiedades embriagantes, que llegó a las colonias norteamericanas en el siglo XVIII, que tenía muchas aplicaciones prácticas y terapéuticas, y que el primer presidente, George Washington, la había cultivado. Johnston explicaba que en la savia hay una sustancia resinosa a la que se deben sus propiedades embriagantes. En la obra también se incluía una historia de la planta y una descripción de sus efectos.
Estimulado por tan interesante explicación, nuestro amigo decidió añadir el hachís a su lista de drogas, así que, ni corto ni perezoso, cogió un trozo de unos dos tercios de gramo y lo tragó; sin embargo, la dosis resultó ser demasiado baja y no llegó a notar efecto alguno. Unos días después tomó alrededor de un gramo y tampoco sucedió nada. Lo mismo pasó con la misma cantidad una semana más tarde. Convencido de que era inmune a esta sustancia, unos días más tarde ingirió dos gramos y acudió a visitar a un amigo. Al transcurrir tres horas sin notar efectos pensó que tampoco en esa ocasión ocurriría nada, pero la droga finalmente anunció su presencia llamando a las puertas de su mente. Como él mismo contaría años después en The hasheesh eater, lo primero que sintió fue miedo y arrepentimiento por haberla ingerido.
No le dolía nada, pero había algo extraño en su interior. Estaba rodeado de personas, pero se sentía solo. Parecía como si su entorno estuviera muy próximo a él y a una gran distancia, simultáneamente. Los estímulos le afectaban mucho más de lo habitual. El tiempo y el espacio se habían dilatado. Podía hablar sin problemas, pero su voz no parecía la suya; era otra persona quien hablaba, lo que hoy llamaríamos un estado de disociación. Sentía que una parte de él escapaba de su cuerpo y observaba desde fuera cómo se comportaba en estado de embriaguez. Para evitar que sus acompañantes se dieran cuenta, se despidió de ellos y se fue. El camino a casa estuvo repleto de hermosas visiones, excepto un momento en que vio o creyó ver un hombre con una cara horrorosa. Como nunca se había encontrado en esa situación, ni sabía tampoco nada por medio de otras personas, se sentía perdido en un mundo nuevo para él y decidió acudir a un médico. Éste le tranquilizó, le dijo que no le iba a pasar nada y le dio un sedante para que pudiera dormir tranquilo.
Al día siguiente se despertó sin ningún dolor, resaca ni abatimiento, y prometió no volver a repetir su experimento, pero unos días después, al ver que no le había perjudicado —al contrario, se sentía con mucha energía—, se vio de nuevo atraído hacia ese mundo de fantasía que había descubierto: “Sin duda, en algunas personas esta droga produce una depresión física y mental a modo de reacción, pero no fue así en mi caso (…) Si después del primer experimento hubiera sufrido un estado de depresión, seguramente nunca lo habría repetido (…) No lo hice por ningún tipo de satisfacción sensual. Los motivos para caer en el hachís fueron de lo más ideales, ya que de carácter ideal son también su embriaguez y sus revelaciones (…) Caí en él, además, sin darme cuenta de lo que hacía. En cien millas a la redonda no había un alma viviente que pudiera advertirme del peligro. Finalmente, caí sin saber que caía, ya que atribuí mi siguiente ensayo al deseo de investigar”.
Como vemos, su primera experiencia le resultó sumamente atractiva, y unos días después de su primer contacto ingirió 1,5 gramos de hachís. Unas horas más tarde, estando con un amigo, vivió los efectos de la sustancia por segunda vez, y de nuevo entró en un mundo fantástico, lleno de hermosos paisajes y de bella literatura: “Me sentí golpeado por la embriaguez del hachís como si un me hubiese caído un rayo. Aunque sólo había sentido sus efectos una vez, el aviso de su llegada me era tan familiar como las cosas de mi vida diaria. Muchas veces me han pedido que explique la naturaleza de esa sensación, y a menudo he intentado hacerlo, pero no hay nada parecido que pueda representarlo perfectamente, ni siquiera de manera aproximada. Lo más parecido a esa sensación es nuestra idea de la separación del cuerpo y el alma (…) Las palabras que todo el mundo utiliza para cualquier fenómeno extraño son: ‘no son más que imaginaciones’. Es cierto, era una cosa imaginada, aunque para mí, con los ojos y los oídos completamente abiertos, era algo tan real como todo lo que nos rodea”.
Ludlow se aficionó al hachís por el fantástico mundo al que le permitió acceder, tan querido a su mente libresca. Llegó a abusar de esta sustancia por puro idealismo. Una persona formada en los libros, no en la vida, con esa sensibilidad artística y ese talento literario, creó un mundo propio mucho mejor que el de la realidad cotidiana, un cosmos más estético y más racional. El mundo habitual le parecía claramente inferior, una especie de parodia de su fantástico universo interior: odiaba las flores reales porque en sus visiones cannábicas había visto el jardín del Edén, maldecía las piedras porque no hablaban, y renegaba del cielo porque cuando llovía no sonaba a música… Adoraba al hachís no tanto por sus efectos psicoactivos, sino porque le permitía escapar de un ambiente gris y apático, y sabía que ninguna otra cosa le permitiría lograr esto.
Ludlow pasó muchos meses bajo la influencia continua del hachís, en un prolongado estado de exaltación. Las visiones generadas por una toma de la droga se combinaban con las de la anterior, que aún no habían desaparecido. Como él mismo escribió, no necesitaba desplazarse a sitios lejanos para viajar y contemplar los más hermosos paisajes. La sustancia era una gran ayuda para su hipertrofiado espíritu creativo. Los pensamientos, narraciones y descripciones se sucedían a tal velocidad que le resultaba difícil escribirlos. Por sólo unos centavos podía sacar un billete para hacer una excursión por todo el mundo: barcos, dromedarios, tiendas de campaña en el desierto… todo eso podía encontrar dentro de una botella de extracto de hachís.
¿Qué hachís tomaba Ludlow?
El hachís que solía tomar nuestro amigo era el preparado por el laboratorio de Tilden & Company, empresa radicada en New Lebanon, estado de New York, y en el número 98 de John Street, New York City. La fórmula que incluía en sus envases fue creada por James Edward Smith (1759 –1828), botánico inglés. El prospecto decía que tenía propiedades anestésicas, antiespasmódicas e hipnóticas. Seguía diciendo que, a diferencia del opio, no produce estreñimiento y no reduce el apetito; no produce náuseas, sequedad de boca o dolor de cabeza, y no bloquea las secreciones pulmonares. Estaba indicado para la histeria, la corea, la gota, la neuralgia, el reumatismo agudo y subagudo, el tétanos y la hidrofobia.
Un estudiante comedor de hachís
Por esas mismas fechas (primavera del año 1854) Ludlow comenzó sus estudios superiores. Ingresó en el College de New Jersey, actualmente Universidad de Princeton, pero el edificio principal quedó destruido por un incendio en marzo de 1855, y Fitz Hugh se trasladó al Union College, en Schenectady, estado de New York. En este centro asistió a cursos de diversas materias, entre ellas medicina y filosofía, y se graduó en julio de 1856. Sus compañeros de clase lo describieron como un individuo de conversación brillante, simpático, generoso y atractivo. También compuso varias canciones que los alumnos siguen recitando actualmente en ciertas celebraciones. Durante su estancia pudo conseguir hachís gracias a un químico de la localidad, y como ya hemos dicho fue en este tiempo cuando sus viajes cannábicos se hicieron más frecuentes. Tomó dosis bastante altas y llegó a pasar varios meses seguidos ingiriendo hachís todos los días; no obstante, el consumo continuo no parece haberle impedido llevar una vida normal. También inició a sus compañeros estudiantes, a unos con más fortuna que a otros, ya que varios sufrieron un mal viaje.
La literatura cannábica en Estados Unidos en el siglo XIX
Antes de la época que estamos tratando (mediados del siglo XIX), el hachís era conocido en Europa y Norteamérica, pero, en general, como señala Escohotado en Historia general de las drogas, era raro el uso extrafarmacéutico y solía emplearse para alguna indicación terapéutica concreta. Tampoco era un tema del cual escribir, y es justo ahora cuando surgen los primeros escritos cannábicos de la pluma de autores como Moreau, Gautier y Baudelaire. Antes de Ludlow, el único americano que había escrito sobre hachís fue Bayard Taylor (1825 – 1878), poeta, traductor, crítico literario y autor de libros de viajes, que en 1854 publicó el libro The Lands of the Saracen, cuyo décimo capítulo se titulaba “The vision of hasheesh”. Nuestro amigo no conocía esta obra cuando se inició en el consumo, y descubrió a Taylor cuando éste publicó en 1856 el artículo “The hasheesh eater”, que influyó considerablemente en un Ludlow que llevaba abusando demasiado tiempo de la sustancia, como ya explicaremos.
Según cuentan sus biógrafos, las experiencias de Taylor con el hachís fueron poco frecuentes, y nunca llegó a consumirlo de forma habitual; no obstante, sus escritos muestran una gran calidad tanto en el aspecto literario como en el descriptivo. En “The vision of hasheesh” narra sus experiencias con el hachís en Oriente: “Durante mi estancia en Damasco, esa insaciable curiosidad que me lleva a preferir la adquisición de todos los conocimientos auténticos mediante mi experiencia personal, y no de formas menos satisfactorias y laboriosas, me indujo a probar el célebre hachís, esa notable droga que permite a los sirios tener sueños más hermosos y seductores que los que los chinos consiguen con su querida pipa de opio. El uso del hachís —una preparación procedente de la planta Cannabis indica— se conoce en Oriente desde hace muchos siglos. Durante las cruzadas era muy utilizado por los guerreros sarracenos para estimularse para la tarea de matar; y del término árabe ‘hashashin’, o ‘comedor de hachís’, derivó la palabra ‘asesino’ (…) Una experiencia previa con los efectos del hachís —que tomé una vez, en una presentación muy suave, mientras estuve en Egipto— fue tan singular que mi curiosidad, en lugar de quedar satisfecha, me indujo a rendirme a su influencia. Las sensaciones que me produjo eran de una gran ligereza y vivacidad, y mentalmente se traducían en una aguda percepción de los aspectos de los objetos que suelen parecernos más insignificantes”.
Ludlow siempre habló de hachís, pero en realidad tomaba un extracto sólido de Cannabis indica que era unas dos veces más potente que la resina cruda y diez veces más potente que la marihuana. La cantidad que solía ingerir equivalía a unos seis o siete cigarrillos o porros de marihuana, y además, como bien sabemos, por vía oral produce efectos más fuertes.
Fitz Hugh se aficionó demasiado al hachís y desarrolló dependencia. Parecía estar siempre bajo la influencia de la droga, y los últimos meses de esta etapa de su vida los pasó inmerso en un sueño cannábico ininterrumpido. Siguió con sus experimentos hasta sumergirse en un estado de embriaguez prácticamente continua, añadiendo una administración de la droga a la anterior, sin esperar a que cesaran los efectos de la primera.
Desde el principio sabía que la intensidad dependía de la cantidad de droga ingerida. Pero, después de un tiempo de uso continuado, se dio cuenta de que no necesitaba incrementar la dosis, sino que sucedía todo lo contrario, lo que en la actualidad se conoce como “tolerancia inversa”. Hay varias explicaciones para este fenómeno. Una es que el consumo repetido puede generar una reducción de las inhibiciones emocionales y una facilitación del reconocimiento consciente de los efectos subjetivos. Otra es que puede haber una sensibilización farmacológica hacia la droga, con un aumento de la sensibilidad de los receptores neuronales tras las primeras dosis y/o un incremento de la conversión metabólica del THC en sustancias más activas para el organismo.
Lo que comenzó como una serie de experimentos se había convertido en un hábito que le beneficiaba en lo que a su imaginación literaria se refiere, pero llegó un momento en que se dio cuenta de que le resultaba difícil controlar ese hábito. La necesidad constante de tomar hachís y la creciente frecuencia de las malas experiencias (malos viajes) le hicieron decidirse a abandonar la sustancia porque ya consideraba mayores los efectos negativos que los positivos. Fue entonces cuando reconoció que su relación con el hachís se había convertido en enfermiza: “Ahora la droga, pese a toda su revelación de misterios interiores, su belleza sobrenatural y sublimidad, me parece la planta del mismísimo infierno, la hierba de la locura”
Intentó dejarlo, en unas ocasiones por completo y en otras reduciendo la cantidad gradualmente, pero no tuvo éxito. Bajó la dosis a la mitad durante varias semanas, pero no pudo mantenerse en esa línea: “Durante varias semanas hice un uso moderado del hachís, algunas veces reduciendo las dosis y luego volviendo a la cantidad máxima que me producía el efecto deseado, pero nunca sobrepasándola. Como la disminución proseguía a un ritmo tolerable aunque lento, me congratulé por avanzar hacia la final y perfecta emancipación. Pero el progreso no era tan fácil como yo me había figurado (…) Ahora empezaba a descubrir que el abandono gradual era casi tan difícil como el instantáneo (…) Consumir una dosis muy pequeña suponía tener que volver a una dosis mayor, e incluso en esas circunstancias mi mente se rebelaba contra las restricciones. Aunque no se producía ningún sufrimiento por una laxitud intelectual absoluta, de vez en cuando aparecía un deseo más o menos intenso de oír la música y las fantasías que antes me proporcionaba el hachís (…) Sin embargo, luché con vigor contra la tentación de tomar una dosis mayor, y esperé contra toda esperanza que llegara un momento en que el peligroso hechizo pudiera romperse definitivamente”.
Sentía un intenso deseo (craving) por volver a tomar hachís, además de la aparición espontánea de las sensaciones de los malos viajes, una depresión psíquica con aversión al simple hecho de hablar o hacer cualquier cosa, miedos infundados e ideas suicidas. Su descripción coincide en gran parte con lo que sabemos en la actualidad sobre la ausencia de síntomas físicos.
En esa difícil situación se encontraba cuando un día, mientras visitaba la librería de su ciudad, vio el ejemplar mensual de Putnam’s Monthly Magazine y se sorprendió al comprobar que contenía un artículo titulado “El comedor de hachís”, de autor anónimo: “Una mañana, después de haber tomado mi dosis habitual sin aún sentir los efectos, me dirigí a una librería para comprar el último número de Putnam Magazine. Al hojearla sobre el mostrador, el primer artículo que vi se titulaba “El comedor de hachís”. Nadie, excepto un hombre en mis circunstancias, puede apreciar el intenso interés que tuve al ver aquellas palabras (…) Yo pensaba que era el único comedor de hachís de este lado del océano; esta idea de completo aislamiento había sido una constante en muchas de mis pesadillas (…) Eché un vistazo al texto y descubrí que era un relato de sufrimientos (…) Leí y releí cada línea, y descubrí tan sorprendentes analogías con mi propia experiencia que rompí a sudar (…) Él había abandonado el hachís para siempre”.
El autor describía visiones similares a las de nuestro amigo, y contaba que, después de un tiempo de consumo, consiguió dejar el hachís. Eso fue lo que atrajo a Ludlow, así que escribió a los editores de la revista para saber la identidad del autor: “No conocía al autor de ese artículo (…) Podía entenderme como ningún otro hombre sobre la tierra podía hacerlo. Podía aconsejarme como ningún otro podía hacerlo (…) Mi siguiente paso fue descubrir al autor del artículo de Putnam. Lo conseguí gracias a sus directores. Después escribí al autor. Pedí consejo sobre la mejor manera de suavizar el sendero de mi evasión (…) Pasó poco tiempo antes de que recibiera respuesta a mis preguntas”.
Era Bayard Taylor, de quien ya hemos hablado en la entrega anterior. No se conserva la respuesta de éste a Ludlow, pero sí sabemos que supuso un rayo de esperanza. La carta contenía comentarios que le fueron útiles. Además, la relación literaria que establecieron le resultó muy beneficiosa.
Ludlow aceptó un puesto como profesor de lenguas clásicas en otra ciudad, en un intento de cambiar de aires y de vida. Allí no habría hachís a su disposición, lo cual era también una ventaja, pero pronto añoró la compañía de su vieja sustancia psiconáutica. Tuvo la suerte de conocer a una persona que le ayudaría en gran medida, el doctor William V. Rosa, que también había estudiado en su mismo centro educativo. Con él podía ser sincero y expresar todos sus miedos. Ya que el efecto deseado de la droga era presentarle un mundo de fantasía, el médico le animó a que cultivara su talento literario. Otra ayuda fue el tabaco, aunque también adquirió este hábito y sufrió la abstinencia al abandonarlo. Bayard Taylor le recomendó que describiera las visiones que había tenido con el hachís; así lo hizo y reunió sus experiencias en el artículo “La apocalipsis del hachís”, publicado en Putnam’s Magazine en el año 1856.
No consiguió librarse de su problema, así que probó nuevos métodos. Lo intentó tomando opio y alcohol, pero se convenció de que eso no era más que dejar una droga por otra, y además con peores efectos secundarios: “El comedor de hachís debe resistirse, en especial, a la tentación de refugiarse, durante su lenta liberación, en cualquier otro estímulo como el alcohol o el opio. El mismo consejero cuyo artículo fue el principio de mi abandono me advirtió de esto”.
Ya sólo le quedaba un último recurso: hacer lo recomendado por Taylor, pero a gran escala. Cogió pluma y papel, y se dispuso a narrar la historia de su relación con el extracto de cannabis desde el comienzo. La redacción de las 365 páginas del manuscrito le llevó sólo cuatro meses. Lo escribió prácticamente sin modificaciones ni correcciones, casi de un tirón, pensando previamente lo que segundos después salía de su pluma. Para hacerlo siguió el modelo de Thomas de Quincey en Confesiones de un inglés comedor de opio: con un estilo autobiográfico y realista. Además de la descripción de sus estados alterados de conciencia, la obra incluye sus reflexiones filosóficas bajo los efectos de la droga.
La editorial Harper Brothers aceptó el libro y lo publicó en 1857: todo un logro para un joven de veintiún años. El libro fue un éxito, con varias ediciones en poco tiempo. Fue editado de forma anónima, si bien poco después Ludlow reveló su identidad y fue ampliamente reconocido en los círculos literarios. Una reseña de aquella época decía: “La literatura americana sobre drogas dio comienzo con este libro, el relato autobiográfico de un estudiante de veinte años que experimentó la soledad y la paranoia de ser el único toxicómano en el escenario más convencional que pueda encontrarse: una pequeña ciudad rural de la Norteamérica anterior a la guerra civil”.
Ludlow logró dejar su relación enfermiza con el hachís gracias a su terapia literaria. Hagamos un breve resumen de los acontecimientos posteriores de su vida. Ingresó en el círculo literario de Nueva York, donde predominaban los bohemios y no se ponían trabas a un autor que se había hecho famoso escribiendo sobre una droga. Desde 1857 hasta 1861 sus escritos fueron principalmente historias que publicaba en periódicos y revistas. Trabajó también como crítico de teatro, arte y música para el periódico The Evening Post. En 1859 se casó con Rosalie Osborne, de dieciocho años, pero la pareja no se llevaba bien y se divorciaron en 1861. En 1865 se casó con Maria Milliken, una mujer más madura, viuda de un matrimonio anterior.
Sus obras más importantes, aparte de las dos citadas sobre el hachís, son: “¿Qué deben hacer para salvarse?” y “El hábito del opio”, sobre la adicción a esta sustancia y los métodos para superarla. También escribió una novela, La familia Primpenny, publicada por entregas en la revista Vanity Fair; un libro de cuentos, El hermano pequeño y otros cuentos de género, y un libro de viajes, El corazón del continente. También escribió un extenso artículo sobre Física, “E Pluribus Unum”, donde resumió los intentos de los científicos para unificar las fuerzas del universo conocidas hasta el momento, y donde de algún modo anticipaba algunas hipótesis que medio siglo más tarde desarrollaría Einstein en la teoría de la relatividad.
Su eterna mala salud le impidió alcanzar la madurez. Con veintisiete años se le detectó una tuberculosis que ya no le abandonaría y que acabó con su vida el 12 de septiembre de 1870, cuando acababa de cumplir los treinta y cuatro. El fallecimiento se produjo lejos de su tierra natal, en un sanatorio suizo, adonde había acudido para curarse de su enfermedad. Con su prematura muerte, la humanidad perdió a uno de los psiconautas pioneros, al primer literato comedor de hachís y a quien pudo llegar a ser uno de los más importantes escritores americanos.
Te invitamos a visitar nuestra BIBLIOTECA VIRTUAL
donde encontraras libros y articulos interesantes
sobre la Salvia Divinoum y otros enteógenos
El comedor de hachís – Vida y obra de Fitz Hugh Ludlow
No hay comentarios:
Publicar un comentario